La Tatuana

Es uno de los personajes guatemaltecos más tradicionales, “La Tatuana” o “Manuelita La Tatuana” trasciende dentro de las leyendas criollas guatemaltecas, puesto que a diferencia de otros personajes es una proyección folklórica netamente guatemalteca. 





Algunos autores ubican los orígenes de éste personaje en la época de traslado de la Capital de Santiago de los Caballeros (Antigua Guatemala) a la Ciudad de Guatemala de La Asunción, actual capital de Guatemala.  Se le conoce en algunos relatos, como una anciana de personalidad misteriosa y lúgubre, con una mirada profunda y con conocimientos avanzados de hechicería y magia negra. Recorría los pueblos de Guatemala para realizar “trabajitos” de magia para hacer favores a la gente y así sobrevivir a la paupérrima situación en la que vivía.


En otras historias, es mencionada como una señorita de muy buen aspecto, de ojos negros brillantes, mirada profunda y un precioso cabello largo y negro, que se ceñía a su linda figura recogido en dos enormes trenzas.
Así pues, se acusó a la joven de brujería y de hacer maleficios para conseguir a los hombres. Se le acusó de codicia y de no seguir los preceptos de la iglesia. Por todas estas razones fue juzgada por el tribunal de la Santa Inquisición, y fue condenada a muerte. 
La Tatuana se negó a recibir la gracia de confesión de sus pecados antes de morir. Cuentan, que la noche anterior a su muerte, pidió como última gracia un trozo de carbón, unas velas y unas rosas blancas. 
Con estas tres cosas hizo en la celda una especie de altar donde realizó una hechicería. 
El demonio le sacó de la celda montada en la barca que había pintado en la pared, se dice que todavía se la puede ver en los días que caen grandes aguaceros....
Era la hora de los gatos blancos. Iban de un lado a otro. 
Llegó al valle después de una jornada, en el primer dibujo de la tarde, a la hora en que volían los rebaños, conversando a los pastores, que contestaban monosilábicamente a sus preguntas, extrañados, come ante una aparición, de su túnica verde y su barba rosada.
En una hamaca juntos veremos caer el sol y levantarse el día, sin hacer nada, oyendo los cuentos de una vieja mañosa que sabe mi destino. 
La esclava iba desnuda. Sobre sus senos, hasta sus piernas, rodaba su cabellera negra envuelta en un solo manojo, como una serpiente. El Mercader iba vestido de oro, abrigadas las espaldas con una manta de lana de chivo. Palúdico y enamorado, al frío de su enfermedad se unía el temblor de su corazón. Y los treinta servidores montados llegaban a la retina como las figuras de un sueño. 



Según Miguel Ángel Asturias en su libro “Leyendas de Guatemala”, Manuela era una esclava que fue adquirida por un anciano con vastos conocimientos esotéricos. Más que su esclava, se convirtió en su alumna, aprendiendo con él muchos hechizos y curaciones. El viejo le tomó mucho aprecio a Manuela y la liberó tatuándole con la uña un barco en el brazo, para que a través de éste pudiera escapar de cualquier peligro y nunca fuera puesta en cautiverio. De ésta manera, Manuela puede escapar de cualquier prisión dibujando el barco en la pared en el cual se esfuma por los aires hasta que desaparece por completo, dejando únicamente un fuerte olor a azufre.





Se dice que en una de las paredes de las bartolinas del Palacio de Gobierno de la Nueva Guatemala de la Asunción, se podía ver el barco que en una ocasión pintó Manuelita, antes de que el edificio fuera destruido por los terremotos de 1,917 – 1,918.

Cuentan que hace muchos años, en la época colonial, hubo en Guatemala una joven y bella mujer de origen mulato a la que llamaban Tatuana, que disfrutaba con los placeres de la carne y con los placeres del lujo, los cuales no estaban bien vistos en una sociedad recatada y religiosa. 



Con el carbón pintó en la pared una gran barca mientras recitaba conjuros, y se dice que se presentó ante ella el mismo demonio. 



EL MAESTRO Almendro tiene la barba rosada, fue uno de los sacerdotes que los hombres blancos
tocaron creyéndolos de oro, tanta riqueza vestían, y sabe el secreto de las plantas que lo curan todo,
el vocabulario de la obsidiana - piedra que habla - y leer los jeroglíficos de las constelaciones. 

Es el árbol que amaneció un día en el bosque donde está plantado, sin que ninguno lo sembrara, come si lo hubieran llevado los fantasmas.  El árbol que anda...  El árbol que cuenta los años de cuatrocientos días, por las lunas que ha visto como todos los árboles, y que vino ya viejo del Lugar de la Abundancia. Al llenar la luna del Búho-Pescador (nombre de uno de los veinte meses del año de cuatrocientos días), el Maestro Almendro repartió el alma entre los caminos. 

Cuatro eran los caminos y se marcharon por opuestas direcciones hacia las cuatro extremidades del cielo. La negra extremidad: Noche sortílega. La verde extremidad: Tormenta primaveral. La roja extremidad: Guacamayo o éxtasis de trópico. La blanca extremidad: Promesa de tierras nuevas. Cuatro eran los caminos.

- ¡Caminín! ¡Caminito!... 
- dijo al Camino Blanco una paloma blanca, pero el Caminito Blanco no la oyó. 
Quería que le diera el alma del Maestro, que cura de sueños. 
Las palomas y los niños padecen de ese mal.
- ¡Caminin! ¡Caminito!... 
- dijo al Camino Rojo un corazón rojo; pero el Camino Rojo no lo oyó. 
Quería distraerlo para que olvidara el alma del Maestro. 
Los corazones, como los ladrones, no devuelven las cosas olvidadas.

- ¡Caminin! ¡Caminito!... 
- dijo al Camino Verde un emparrado verde, pero el Camine Verde no lo oyó. 
Quería que con el alma del Maestro le desquitase algo de su deuda de hojas y de sombra.

¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?
El más veloz, el Camino Negro, el camino al que ninguno habló en el camino, se detuvo en la ciudad, atravesó la plaza y en el barrio de los mecaderes, per un ratito de descanso, dio el alma del Maestro al Mercader de Joyas sin precio. 

¡Admiración de los resales! 
Las nubes parecían ropas en los tendederos del cielo. 
Al saber el Maestro lo que el Camino Negro había hecho, tomó naturaleza humana nuevamente, desnudándose de la forma vegetal en un riachuelo que nacía bajo la luna ruboroso come una flor de almendro, y encaminóse a la ciudad.


En la ciudad se dirigió a Poniente. 
Hombres y mujeres rodeaban las pilas públicas. 
El agua sonaba a besos al ir llenando los cántaros. 
Y guiado por las sombras, en el barrio de los mercaderes encontró la parte de su alma vendida por el Camino Negro al Mercader de Joyas sin precio. 
La guardaba en el fondo de una caía de cristal con cerradores de oro. 
Sin perder tiempo se acercó al Mercader, que en un rincón fumaba, a ofrecerle por ella cien arrobas de perlas. El Mercader sonrió de la locura del Maestro. 
¿Cien arrobas de perlas? 
¡No, sus joyas no tenían precio!

El Maestro aumentó la oferta. Los mercaderes se niegan hasta llenar su tanto. 
Le daría esmeraldas, grandes come maíces, de cien en cien almudes, hasta formar un lago de esmeraldas. 
El Mercader sonrió de la locura del Maestro. 
¿Un lago de esmeraldas? ¡No, sus joyas no tenían precio! 
Le daría amuletos, ojos de namik para llamar el agua, plumas contra la tempestad, mariguana para su tabaco...
El Mercader se negó. ¡Le daría piedras preciosas para construir, a medio lago de esmeraldas, un palacio de cuento! El Mercader se negó. Sus joyas no tenían precio, y, además ¿a qué seguir hablando? 
-, ese pedacito de alma lo quería para cambiarlo, en un mercado de esclavas, por la esclava más bella. Y todo fue inútil, inútil que el Maestro ofreciera y dijera, tanto como lo dijo, su deseo de recobrar el alma. Los mercaderes no tienen corazón. Una hebra de humo de tabaco separaba la realidad del sueño, los gatos negros de los gatos blancos y al Mercader del extraño comprador, que al salir sacudió sus sandalias en el quicio de la puerta. El polvo tiene maldición.

Después de un año de cuatrocientos días 
- sigue la leyenda 
- cruzaba los caminos de la cordillera el Mercader. 
Volvía de países lejanos, acompañado de la esclava comprada con el alma del Maestro, del pájaro flor, cuyo pico trocaba en jacintos las gotitas de miel, y de un séquito de treinta servidores montados.
- ¡No sabes 
- decía el Mercader a la esclava, arrendando su caballería
- cómo vas a vivir en la ciudad! 
¡Tu casa será un palacio y a tus órdenes estarán todos mis criados, yo el último, si así lo mandas tú!

- Allá 
- continuaba con la cara a mitad bañada por el sol, 
- todo será tuyo. 
¡Eres una joya, y yo soy el Mercader de Joyas sin precio! 
¡Vales un pedacito de alma que no cambié por un lago de esmeraldas!... 

Mi destino, dice, está en los dedos de una mano gigante, y sabré el tuyo, si así lo pides tú. 
La esclava se volvía al paisaje de colores diluidos en azules que la distancia iba diluyendo a la vez. 
Los árboles tejían a los lados del camino una caprichosa decoración de guipil. 
Las aves daban la impresión de velar dormidas, sin alas, en la tranquilidad del cielo, y en el silencio de granito, el jadeo de las bestias, cuesta arriba, cobraba acento humano. 


Repentinamente, aislados goterones rociaron el camino, percibiéndose muy lejos, en los abajaderos, el grito de los pastores que recogían los ganados, temerosos de la tempestad. Las cabalgaduras apuraron el paso para ganar un refugio, pero no tuvieron tiempo: tras los goterones, el viento azotó las nubes, violentando selvas hasta llegar al valle, que a la carrera se echaba encima las mantas mojadas de la bruma, y los primeros relámpagos iluminaron el paisaje, come los fogonazos de un fotógrafo loco que tomase instantáneas de tormenta.

Entre las caballerías que huían como asombros, rotas las riendas, ágiles las piernas, grifa la crin al viento y las orejas vueltas hacia atrás, un tropezón del caballo hizo rodar al Mercader al pie de un árbol, que, fulminado por el rayo en ese instante, le tomó con las raíces como una mano que recoge una piedra, y le arrojó al abismo. En tanto, el Maestro Almendro, que se había quedado en la ciudad perdido, deambulaba como loco por las calles, asustando a los niños, recogiendo basuras y dirigiéndose de palabra a los asnos, a los bueyes y a los perros sin dueño, que para el formaban con el hombre la colección de bestias de mirada triste.

- ¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?... - preguntaba de puerta en puerta a las gentes, que cerraban sin responderle, extrañadas, como ante una aparición, de su túnica verde y su barba rosada. Y pasado mucho tiempo, interrogando a todos, se detuvo a la puerta del Mercader de Joyas sin precio a preguntar a la esclava, única sobreviviente de aquella tempestad:

- ¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?...
El sol, que iba sacando la cabeza de la camisa blanca del día, borraba en la puerta, claveteada de oro y plata, la espalda del Maestro, y la cara morena de la que era un pedacito de su alma, joya que no compró con un lago de esmeraldas.
- ¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos!...

Entre los labios de la esclava se acurrucó la respuesta y endureció como sus dientes. 
El Maestro callaba con insistencia de piedra misteriosa. Llenaba la luna del Búho-Pescador. 
En silencio se lavaron la cara con los ojos, al mismo tiempo, como dos amantes que han estado ausentes y se encuentra de pronto.



La escena fue turbada por ruidos insolentes. 
Venían a prenderles en nombre de Dios y el Rey, por brujo a él y por endemoniada a ella. 
Entre cruces y espadas bajaron a la cárcel, el Maestro con la barba rosada y la túnica verde, y la esclava luciendo las carnes que de tan firmes parecían de oro.

Siete meses después, se les condenó a morir quemados en la Plaza Mayor. 
La víspera de la ejecución, el Maestro acercóse a la esclava y con la uña le tatuó un barquito en el brazo, diciéndola:
- Por virtud de este tatuaje. 
Tatuana, vas a huir siempre que te halles en peligro, como vas a huir hoy. 
Mi voluntad es que seas libre como mi pensamiento; traza este barquito en el muro, en el suelo, en el aire, donde quieras, cierra los ojos, entra en él y vete...
¡Vete, pues mi pensamiento es más fuerte que ídolo de barro amasado con cebollín!
¡Pues mi pensamiento es más dulce que la miel de las abejas que liban la flor del suquinay!
¡Pues mi pensamiento es el que se torna invisible!

Sin perder un segundo la Tatuana hizo lo que el Maestro dijo: trazó el barquito, cerró los ojos y entrando en él - el barquito se puso en movimiento-, escapó de la prisión y de la muerte.

Y a la mañana siguiente, el día de la ejecución, los alguaciles encontraron en la cárcel un árbol seco que tenia entre las ramas dos o tres florecitas de almendro, rosadas todavía.






Referencias: 
Libro Leyendas de Guatemala, Míguel Ángel Asturias


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